martes, 15 de enero de 2008

El cuatro de mayo de 2006 llovía a mares en Madrid. Ella había amontonado sus maletas junto a la puerta. En total eran cinco, unas más grandes y otras más pequeñas, pero toda su vida no había cabido en ellas. Se veía obligada a dejar demasiadas cosas en aquella casa, la que había sido suya durante cuatro años.
Su gata miraba inquieta alrededor. Hacia días que veía movimientos desconocidos, trastos amontonados y armarios abiertos. Incluso las dos últimas noches habían dormido juntas en la cama, ya que ella estaba sola en la casa. No había duda de que algo estaba pasando. Y no le gustaba aquello. La veía triste, la oía llorar a escondidas. Incluso vio como escribía una carta y la dejaba sobre el teclado del ordenador, donde él pudiera verlo nada más volver a casa.
Pero sabía que ella era fuerte. Que allá donde la llevase, seguro que estarían mejor. Y estaba dispuesta a colaborar, los gatos no son muy amigos de los cambios, pero si no le costó más que unas horas acostumbrarse a aquella pareja cuando la adoptaron, no sería difícil seguirla a donde fueran. Al fin y al cabo, más cambiaba ella: dejaba trabajo, dejaba casi seis años de vida en común y dejaba Madrid.
Así que, cuando llegó el momento, y pese a que la idea de viajar en transportín no era nada atractiva, no opuso resistencia y entró sin rechistar. Dejó que ella cerrase la puertecita y se limitó a mirar por los agujeros cómo dejaban su antigua vida. Y cómo en Madrid seguía lloviendo a mares, como si llorase por su marcha. O tal vez quisiera limpiar todo rastro de su recuerdo.

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